Una forma de amor, por María Sánchez

2022-08-20 11:58:09 By : Ms. Sharon Fu

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Nunca me reflejaba en ellas. En la superficie metálica de las ollas siempre aparecían sus manos -nunca quietas-, el vapor empañando nuestros cuerpos, también todos los objetos con los que compartíamos cuarto. Pero mi reflejo no duraba porque yo siempre estaba de paso. Me gustaba apurar ese instante, en cualquier momento se abriría la ventana y volvería a restablecerse el equilibrio en la cocina. De pequeña no quería ser como ellas, no quería acabar relegada a la cocina, al cuartillo lleno de verduras, botecitos y conservas, al armario donde se guardan los utensilios de limpieza, los barreños, la lejía, los trapos viejos. 

Admiraba a los hombres de mi casa que ocupaban los sitios nobles más allá de lo doméstico: la butaca, el salón, el estudio. Las manos que llaman por teléfono, que eligen el canal de la televisión, que leen el periódico y algún que otro libro. Luego vino la independencia y un golpe de rebeldía: en mi primera cocina de ese zulo interior de alquiler en el que viví había una pequeña estantería de madera llena de especias, infusiones y algún que otro colorante. 

Cambié las cosas de sitio, llené ese rincón de la cocina de libros y libretas, alguna piedra, un lapicero. Comenzaba la grieta en lo heredado y en lo impuesto, en lo que una acepta y no pregunta, no va más allá y solo queda en espectadora. Más tarde, a veces, yo me convertiría en una más del lugar materno sin serlo, frente a la pantalla del portátil. Poco a poco me hacía hueco entre tablas de madera, tomates, pimientos, hojas de laurel y cacharros, me gustaba sentir el plástico del hule caliente sobre la mesa camilla. Mi abuela enfrente prepara las habichuelas. 

Mi madre siempre moviéndose, rompiendo el sonido de lo que se sofríe y hierve, otras preparando croquetas, alcauciles, acelgas, boquerones en vinagre. Compartíamos el mismo espacio, siempre me gustó escribir junto a ellas, en la cocina. Pensaba que era una forma de amor, acompañarlas, teclear al compás de otras manos que nunca escribieron pero que nunca dejaron de trabajar, picar cebolla, fregar los platos, pelar patatas, frotar, escurrir bayetas, recoger las migajas de los otros. No, solo estaba ocupando su espacio, usurpándolo, superponiéndome a él sin entablar de verdad una conversación con ellas. Como aquella vez que le regalé un cuaderno de recetas a mi madre.-Toma, para que escribas tus recetas y no se pierdan, que no pase como con todo lo que sabía abuela y se perdió-. 

No dejo de pensar que con ese gesto delimitaba el espacio de cada una, seguía poniendo, de forma inconsciente, una barrera entre las dos que nunca nos igualaría. El acceso a la educación que tuve, fue, en algún punto, una manera de mirar desde arriba todo lo que aquellas de las que venía no tuvieron. Pero una nunca podrá despojarse, la sangre del cordón umbilical de la recién llegada no solo contiene células de la madre, también células de la abuela. 

Estoy hecha de retales de saberes y recetas que no se escribieron pero que nunca dejaron de hacerse. Mi corazón está lleno de cosas en las que no reparé pero que hicieron posible que esté hoy aquí escribiendo esta columna. Y quizás escribo porque necesito dejar una marca, una constancia de todas las historias que llevamos con nosotras pero que todavía no tenemos los vínculos o las formas de amor necesarias para quererlas, para hacerlas nuestras. 

Mi madre terminó hace poco el primer cuaderno, ahora entre sus páginas mete otras recetas en papeles doblados que recicla escribiendo a mano los ingredientes o pasos que le dicen las amigas y vecinas o que rescata de Internet. No le regalaré otro cuaderno para ella, no más hojas en blanco que separen. Quiero un recetario compartido, lleno de manchas y de vida, escrito entre las dos, mientras nos reímos, mientras nos equivocamos y preguntamos a mi abuela, ella que siempre responde diciendo que no se acuerda, pero después de unos minutos revive en su voz todo lo que ella hacía sola con sus manos. Cerrar el ordenador, decirle a mi madre que se siente, que hoy prepararé yo la comida, que, entre sofritos y pucheros, a fin de cuentas, como en la escritura, también tiene cabida el asombro al que una siempre vuelve, en el que siempre termina, después de todo, encontrándose.

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